Madrid, 1-8-03

61

Ir y quedarse, y con quedar partirse,
partir sin alma e ir con alma ajena,
oír la dulce voz de una sirena
y no poder del árbol desasirse;

arder como la vela y consumirse
haciendo torres sobre tierna arena;
caer de un cielo y ser demonio en pena
y de serlo jamás arrepentirse;

hablar entre las mudas soledades,
pedir prestada, sobre fe, paciencia,
y lo que es temporal llamar eterno;

creer sospechas y negar verdades,
es lo que llaman en el mundo ausencia,
fuego en el alma y en la vida infierno.

LOPE DE VEGA
(España-1562)


Madrid, 4-8-03

RENUNCIO A LA LUNA

 

   LOS hombres sufren, callan y se odian
un poco más. Sus manos, aunque heridas,
las llaves que dan vuelta al porvenir custodian
y hacen girar las ruedas menudas de sus vidas.

 

   Manejan la herramienta ciega de la esperanza.
Apenas sin saberlo, el mañana elaboran.
Lo que crea su esfuerzo su mano no lo alcanza.
Luz desde la tiniebla para otros atesoran.

 

   Sobre su espalda pisa la alegría.
En su carne el rebaño del vivir se alimenta.
El agua más hermosa surtió de su sequía.
La calma más fecunda nació de su tormenta.

 

   Donde hay una conquista, una luz, una hermosa

verdad edificada, hubo un esfuerzo humano.
Vivir en paz la vida es cortar una rosa
que debe su perfume a una doliente mano.

 

   Me duelen esas piedras colgadas como plumas
del aire, igual que alas o que lirios crecidos.
Una ola de llantos traslucen sus espumas.
Siento por los sillares una humedad de olvidos.

 

   Veo los invisibles desfiles de ignorados
héroes, de silenciosos hacedores de historia.
Estoy junto a la lenta masa de los ahogados
por los que sale a flote una victoria.

 

   Estoy junto a los árboles del miedo,
junto al zarzal de prorrumpir oscuro.
Con los que en la tiniebla tantearon me quedo,
con los que levantaron la verdad como un muro.

 

   Lo mejor de la vida no ha costado
más que dolor. Dolor es el asiento
del mundo que ahora crece. El otro lado
de la moneda es el dolor sin cuento.

 

   El eje de la tierra es esa aguja.
Cada felicidad costó una herida.

Todo lo que progresa la lágrima lo empuja.
De pena son las ruedas de la vida.

 

   Quiero aprender a ver en cada cosa
con que gozo o me alegro, el cimiento del luto.
Una gota de sangre hay que se posa
sobre todo lo blanco, como un rojo atributo.

 

   Cada paso adelante, una condena;
cada minuto de alegría, un llanto;
cada sonrisa breve, una gran pena;
cada seguridad un ciego espanto.

 

   Sólo el dolor es el padre del mundo.
Sólo la pena trágica nodriza.
No hay río como el llanto, de fecundo,
ni agua mejor la tierra fertiliza.

 

   Cuesta tanto avanzar, a tanto precio
hay que pagar un poco de ventura
que el hombre, ese funámbulo subido en el trapecio de la vida,
está a punto de saltar de su altura

 

   y elegir el gran hueco de la nada, el oficio
de estrellarse de bruces en el suelo,
poner punto final al ejercicio
de falsas alas y de falso cielo.
  

   No se puede seguir haciendo daño
en aras de una abstracta, quimérica alegría, 
mientras crece un rebaño
de angustia cada día.

 

   Perder más que ganar. Eso prefiero.
Perder rencor, miseria, odio en las vidas.
Perder esos fantasmas que hoy tienen prisionero
al hombre, que hoy enconan sus heridas.

 

   La guerra que levanta su esqueleto
bajo el faldón de tanto frac gastado.
El odio que partea el feto
de lo desesperado.

 

   El hambre, triste pie que pisa
por el mundo. El dolor, que a tanto ser acuna.
Mientras exista un niño sin pan y sin sonrisa
yo renuncio a la luna. 

LEOPOLDO DE LUIS
(España-1918)


Madrid, 5-8-03


EL FUSILAMIENTO

 

EXPLANADA de pitas como espuma
de lava verde, y el volcán es mío,
el pelotón redobla y se despliega,
el capitán del sol abrasa el áspero
dril de los uniformes y refluye
calor en la madera de fusiles
ya contra el suelo ya contra los hombros.
El día duele de alto y de amarillo
y la luz es espejo que se rompe
furioso entre las piedras, mil pedazos
vuelven a reflejar el mismo cenit,
el mismo mediodía sin sonrisa.
El sudor baña rostros y se enfunda
en la miseria de los corazones.
Así me van a fusilar, debieron
de fusilarme ayer el tiempo pasa.
"Un instante
primero que la voz de mando suene."
Los amigos me buscan en las fosas
comunes y sortean mi cadáver

porque así debió ser y vuelvo a casa
seguramente tarde, demasiado,
y tal vez expulsado del colegio
y lloro en brazos de una madre, niño,
que en la sombra me llama y no es la mía
o es que acaso no soy yo quien acude
con el traje escolar que se parece
al que llevaba el mediodía aquél
cuando las quince bocas me apuntaban
la lección de la muerte y sus respuestas
de plomo y sangre y sueño y odio acaso
por la explanada de la pita, entonces
al volver he caído, el niño nunca
lo pensó: era la guerra. Hubiera sido
mi padre quien cayera... al fondo emerge
la casa familiar, joven encuentra
su muerte en una guerra no cumplida,
enlutados los hijos ahora cruzan,
ahora cruzamos. Tuvo un hijo, éste
que persigue el semblante y unos ojos
que miraron serenos a mi madre.
Está a la puerta de un destino extraño,
un destino no suyo que se pone
igual que una guerra y reglamenta
usada vida impropia y tal vez muerte
impostora, porque era quien caía

yo y bien que lo noto ahora en el pecho
y en la frente. Las quince no acertaron,
cinco sueños perforan aquel cuerpo
que tuve, al que llegué desde un endeble
esqueleto de niño que soñaba
escenas de una guerra aún no ocurrida.
De la explanada del fusilamiento
llego con sangre seca por las sienes

con la camisa rígida de sangre
—lávala, madre, y el botón sujeta
con tu hilo de paciencia y sacrificio—
seca sangre en el borde de los huecos
por donde resbaló la vida leve
de aquella adolescencia entre fusiles.
Has metido los dedos en las simas,
pequeñas, restañadas, tan oscuras
madre, que son la noche hecha de pétalos
heridos y colgados de tus manos
¿te las miras ahora todavía
con inconmensurables ojos secos
de un llanto exterminado por la muerte?
Y cruzan los soldados voluntarios
formando el pelotón que me ejecuta,
van a dejar sus armas en los viejos
arsenales del odio y a la sombra
de un volcán apagado por mis ojos.
Arrastro desde entonces tanto cuerpo
acribillado que me pongo fuera
del tiempo carretera tan angosta
para andar a favor de la esperanza
y comprender que soy sólo un cadáver.

LEOPOLDO DE LUIS
(España-1918)


Madrid, 6-8-03


ARMA SECRETA

 

Se desmantelarán las bases, pero,
¿y el odio del corazón de los hombres?
R. de Garcíasol

 

¿QUIÉN levanta del pecho del hombre
estas armas secretas del odio?
¿Quién devuelve la paz a los campos
del alma, sombríos e inhóspitos?

 

    Pasaron poniendo las bases
ocultas, de sombra y de plomo,
cimentadas en viejos rencores,
tapadas de envidia y rastrojos.

 

    Subieron al pecho lejanos residuos,
esquirlas de un crimen remoto,
compacta muralla de ciega amargura,
de sangre mezclada con lodo.

 

    El hombre es un niño que aprende
a odiar, si le enseñan, tan pronto...
Se le vuelve la tierra pequeña
a su lado no cabe ya el otro.

 

   Se puede volver agua oscura,
corrompida agua negra de un pozo
si lo ciegan con léganos tristes
y remueven el cieno del fondo.

 

   Ese hombre que cuida los campos, 
que cría ganados de cálidos copos,
de repente asesina palomas
y les clava una aguja en los ojos.

 

   Ese hombre que funda la rosa
y descansa a la sombra de un olmo,
pinares y bosques incendia 
y contempla impasible el rescoldo.

 

   El hombre que curva sus manos,
por el dulce declive de un hombro 
de mujer y en las suaves colinas
de unos senos aprende redondos

 

   encantos, ternuras redondas 
en las formas del aire amoroso,
solivianta sus dedos de espinas 
y en sus manos se yerguen escollos.

 

   El hombre que toma en sus brazos
al hijo que le hace sonoro
porvenir, y le muestra las cosas del mundo,
del mundo que en su eje también gira un poco,

 

   un mal día atraviesa con botas
militares pisando el sollozo,
pisando la frente de un niño que está agonizando
caído en los campos del odio.

 

LEOPOLDO DE LUIS
(España-1918)

De "Una muchacha mueve la cortina"


Madrid, 7-8-03

 

AUNQUE ES DE NOCHE

 

«Aunque es de noche» 
SAN JUAN DE LA CRUZ

 

HABÍA atravesado caminos como mundos,
ciudades como tumbas y mares como olvidos.
Y traía los ojos como sueños profundos,
como cielos heridos.

 

   En sus ojos de sombra nos miramos. Espejos
silenciosos de noche. Luna de soledades.
Emergió nuestra imagen lentamente de lejos,
de perdidas edades.

 

    Se concitaron rostros olvidados, espumas
felices y paisajes que ahora el recuerdo nieva.
Sumidos materiales de vida; leves plumas
que la inocencia eleva.

 

   Manos con sus pequeñas raíces infantiles
que aún descuelgan sus frutos de frías acideces.
Árboles que sombrean avenidas de abriles.
Amor de tantas veces.

 

   Humildes servidumbres de objetos familiares.
Monedas de sonrisas, de rencores, de pena,
con que fuimos comprando años crepusculares
que ahora el dolor ordena.

 

   Huellas como hojas secas, desenterrados dioses 
fungibles. Esperanzas de quebrado alabastro. 
Clausuradas estancias y pálidos adioses.
Todo súbito rastro.

 

   Nos vimos sucesiva, mortalmente anegados
de oleadas de tiempo, de lluvias tumultuosas. 
Desde los hondos pozos del recuerdo lanzados,
desde sus ciegas fosas,

 

   hasta aquellos dos nichos de soledad herida
donde se sepultaban inevitables muertos,
donde se reencontraba turbiamente la vida,
los años descubiertos.

 

   Nos sentimos distintos. Hijos de un tiempo extraño. 
Nacidos de una tierra que el odio transfigura.
La soledad tenía nuestro propio tamaño,
nuestra misma estatura.

 

   Nos vimos recorriendo planicies de ceniza,
campos donde la sangre rabiosamente prende,
surcos por donde el grano sólo en hambre se eriza, 
montes que el sol no enciende.

 

   Albas que rebotaron su terrible pelota

de esquina a esquina y en pretiles ciegos,
por las que desfilamos hacia la tarde rota,
herida a carne y fuego.

 

   Bosque que animaliza, que levanta
levas de instinto torpe, sordas piedras,
cerrando de los pies a la garganta
sus ancestrales yedras.

 

   Nos sentimos nacer entre disparos
de plomo y odio, entre feroz acecho:
ya no éramos aquellos que fuimos, ni los claros
días que están dentro del pecho.

 

   Se nos iban historias, devoraban historias
felices esos ojos, esa fantasmal ave
que trajo hasta las tierras de inocentes memorias
la hombría amarga y grave.

 

   Unos ojos de noche donde nunca hay mirada,
del fondo de los nuestros la vida recogían.
Unos ojos, un hielo, una pena, una nada,
una noche, se abrían.

 

   Una noche se abría como un campo de guerra, 
como sangre que sacia el ansia de un desierto,
como un rencor, como una deshabitada tierra.

   Una noche se ha abierto.

Desterrados de un alba que el corazón aún sueña, 
de un amor, de una aurora que el corazón querría. 
Poblando de humo triste, de soledad pequeña,
una casa vacía.

 

   Pero seguimos siempre. La oscuridad tanteamos. 
Ciegos, torpes, heridos contra las sombras prietas.
Tenazmente, en el muro de las sombras cavamos
rabiosamente grietas.

 

   Desde la pena puede abrirse la esperanza
como desde la noche nacer la aurora pura.

El corazón del hombre a la luz se abalanza
de una gran hendidura.

 

   De un tajo en la tiniebla, una alegría
donde otros hombres pisarán seguros.
Aunque es de noche vamos elaborando el día
de esos hombres futuros.

 

   Las sendas de la aurora transitan por la falda
sombría de la noche; las que al hombre renuevan
cruzan por nuestro pecho, pesan en nuestra espalda,
nuestros hombros las llevan.

 

   Tajos de luz, tajos de vida, tajos
de esperanza. La noche se estremece.
Caminamos buscándolo: el día en los atajos
del mundo, crece y crece.

 

   Acaso cuando alumbre nos hayamos perdido
ya un poco entre la niebla de nuestra propia pena.
Nuestros pasos cansados resonarán a olvido
por avenidas de callada arena.

   Aún tendremos acaso esta antigua costumbre
de mirar con extraña manera dolorida.
Porque llevamos dentro, hiriéndonos la lumbre,
y aunque es de noche amamos nuestra vida. 

LEOPOLDO DE LUIS
(España-1918)

De "Herido va de luz el pájaro de octubre"


Madrid, 8-8-03

 

NOSOTROS

 

   SOMOS nosotros los que conducimos
la vida hacia la luz cada mañana.


   Los astros en su eterno movimiento
sólo descubren soledad callada,
sólo belleza y soledad. La tierra
se abre fría y hermosa. Por su espalda
vuelven los ríos, tornan las colinas
a erguir sus pechos, puros se levantan
los impasibles árboles.


                                 Nosotros
conseguimos que gire la esperanza
sobre la desolada geografía.
Damos la vuelta al mundo en cada
amanecer. Y el sol vuelve a alumbrarnos.
La vida cobra gozo y ansia,
pena y pasión.
                     Nosotros construimos
así el amanecer; somos la raya
que divide lo exacto de lo vivo,
lo puro de lo vivo que se empapa
de sangre; la frontera 
entre lo bello y lo que ríe y canta 
y llora y sufre. En nuestra boca
está el secreto: el día, el mundo, hablan
por nosotros. No somos seres
perfectos. Nada puros. Nada
exactos. Nos conmueven
vertiginosas ráfagas,
ciegos limos nos cubren, nos cimientan
movedizas arenas cálidas
y el tiempo torvamente con su estrago
nos amenaza...
Pero tenemos el secreto.
Acaso asusta comprobarlo: estaba
todo perfecto, bello, y viene el hombre
a sembrar la discordia, la cizaña
en medio de la obra sin mancilla,
a salpicarlo todo con su mancha
roja, indeleble...
                        Pero
sin su huella ¿qué vale la obra intacta?

 

II

   Nosotros somos los que conducimos
la vida.
          Vagamente
lo comprendemos: vamos enturbiando
la belleza inhumana, ese
río purísimo. Ponemos
barro y dolor con nuestra muerte.


    Nosotros somos esa mancha roja
que turba el ampo de la nieve.
Estigma somos. Imprevisto
desacorde en la música celeste.


    De sangre están manchadas nuestras manos
por dentro. Sangre que inocente
llega en las venas a ser ansia
del corazón hasta los dedos.
                                          Eje
de sangre somos que da vueltas
al carrusel del mundo, lentamente.

 

III

   Nosotros vamos dando vueltas
a la vida. Elevamos sombras
hacia la luz. Hundimos luces
hacia la oscuridad. Y otra
vez levantamos con esfuerzo
las señas luminosas.
Nosotros somos los que fabricamos
las piezas de esta rueda giratoria.
Nadie diría que llevamos siglos
de aprendizaje; aún se equivoca
la mano, aún hay errores
terribles, aún nos falla la memoria.
Nosotros extraemos en el bosque
del tiempo estas verdades, estas pocas

palabras, ramas con que se mantiene
tras la ceniza aún la lumbre roja:
libertad esperanza amor, mañana 
hijo, alegría, corazón, no importa.


    Nosotros dibujamos con las suelas
de los viejos zapatos una honda
vereda, un hondo surco donde sigue
prendiendo la semilla silenciosa.
Somos los que afirmamos cada día
la realidad: redonda
es la tierra y la vida entre las manos
del hombre debe ser también redonda.


    Queremos darle vueltas a la vida.
Por eso no se nos perdona.

LEOPOLDO DE LUIS
(España-1918)
De "Herido va de luz el pájaro de octubre"


Madrid, 11-8-03

LAMENTO INICIAL

¡Qué raro parece escrito
un balbuceo apasionado!
Tengo que ir de casa en casa
las hojas sueltas buscando.

Cosas que en la vida andaban
distanciadas largo espacio,
juntas bajo un mismo techo,
el lector halla ahora a mano.

Mas no te inquiete tu culpa,
termina el librito, rápido;
lleno está el mundo de absurdos,
¿cómo tú no habrías de estarlo? 

JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
(Alemania-1749)
 


Madrid, 12-8-03

EL REY DE LOS SILFOS

¿Quién tan tarde cabalga en la ventosa noche?
Un padre con su hijo, a lomos del corcel;
bien cogido lo lleva en sus brazos seguro
y caliente al recaudo de su regazo fiel.

-Hijo mío, ¿por qué escondes así triste tu rostro?
- ¿Es que el rey de los silfos, oh padre, tú no ves?
¿De los silfos el rey con su corona y su manto?

- ¡Es la bruma, hijo mío, quien eso te hace ver!
¡Oh lindo niño, anda, ven conmigo ligero!
Verás que alegres juegos allí te enseñaré
¡y qué flores tan raras en mi orilla florecen,
y qué doradas vestes mi madre sabe hacer!

-Padre mío, padre mío, ¿no oyes tú las promesas
con que el rey de los silfos me pretende atraer?
-No hagas caso, hijo mío, que es el cierzo que agita
de la agostada fronda del bosque la aridez.

- Lindo niño, ¿no quieres venir a mi palacio?
Te aguardan mis hermosas hijas bajo el dintel.
Por turno en la alta noche arrullarán tu sueño
y tus danzas y cantos sabrán entretejer.

- Padre mío, padre mío, ¿no ves allá en la sombra
las hijas del monarca bellas resplandecer?
- Hijo mío, no hagas caso, es la vaga espesura;
no hay nada sino eso, que lo distingo bien.

- Lindo niño, me encanta tu belleza divina;
si no de grado vienes, la fuerza emplearé.
- ¡Padre mío, padre mío, mira cómo me coge;
daño me hacen sus manos; padre, defiéndeme!

Siente temor el padre y su bridón aguija;
contra su pecho aprieta al lloroso doncel;
de su casona el atrio por fin alcanzar logra.
Mira, y muerto al instante entre sus brazos ve.

JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
(Alemania-1749)


Madrid, 13-8-03

INCONSTANCIA

En el bullente arroyo, entre sus aguas claras,
me zambullo; los brazos a las ondas
que vienen a mi encuentro, tiendo alegre,
y en mi pecho nostálgico se estrellan...
ávidamente; pero luego, esquivas,
siguen el curso de la linfa rauda;
tras una viene otra, y al dejarme
me hacen sentir el exquisito goce
del placer alternado, siempre nuevo.

No seas, ¡Oh joven!, necio; nunca llores
inútilmente de la triste vida
esas alegres horas que pasaron;
¡cuando, voluble, una mujer te olvide,
no te apures, y aguarda a la siguiente;
que aún más sabroso que de la primera
amada es de la segunda el beso!

JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
(Alemania-1749)


Madrid, 14-8-03

LAS ALEGRÍAS

La voluble libélula
ronda en torno a la fuente.
Yo encentado al sigo,
viendo cómo va y viene;
ora oscura, ora clara,
un camaleón parece,
ora roja, ora azul,
ora azul, ora verde.
¡Algo diera de cerca
sus colores por verle.

¡Mas ellas no descansa en sus volubles giros!
¡Sin embargo, ahora quieta en el sauce parece!
¡Ya lo tengo!... ¡Ya es mía! ¡Ya puedo exactamente
observar el oscuro y triste azul que tiene...,
el triste oscuro azul de sus alas falaces...
Igual a ti te ocurre, ¡Oh analista inclemente!

JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
(Alemania-1749)


Madrid 18-8-03

  CANTO XXX

Todavía estamos vivos, dijo uno de nosotros,
sentado en la penumbra:
No nos la darán con queso.

Después de estas palabras
hubo un largo silencio.

En el rincón más distante de la habitación
alguien tosió. Era invierno,
era en Europa Central,
era una de esas tardes
en que los supervivientes, lenta y cautelosamente,
comienzan a percatarse
de que son supervivientes
que aparecen en las desiertas estaciones
de trenes, en las carboneras,
en los tabernáculos y en otros sitios.

Eran abiertas las maletas
amarradas con sogas,
repletas de souvenirs.
Alguien encontró unas tazas de aluminio,
unos cuantos pañales sucios, algunos fósforos,
residuos de las galletas del barco
envueltas en una tela, pizcas de tabaco.
Afuera aún había
una tenue luz en el cielo.

  De una manera extraña, la mayor parte
de todo lo que había existido antes
había desaparecido sin dejar rastro,
como una piedra en el agua.
Un olor a humedad, como si alguien
hubiera estado planchando sábanas,
se esparcía por la habitación.
Era el pálido aliento de una chica
parada de espaldas a la ventana,
robándonos el último vestigio de luz.

ahora que han desaparecido los helicópteros
y que nada está ardiendo o aullando,
ahora que lo peor ha quedado atrás
y nada nos importa ya,
todo puede comenzar de nuevo.

Juramentos en lenguas extrañas,
turbios y confusos murmullos en el ambiente.
Ante todo debemos desinfectar,
sanar, curar, y cavar tumbas.
Entonces podremos pensar en la venganza,
y después de la venganza, en la repetición.

La estufa echaba humo. En la mesa grande
en el centro de la habitación
había algo extendido, tal vez
un montón de abrigos enrollados
o una tonga de toldos, sacos de arena
o pacas de papel manila.
Nadie se molestó en mirarlo.

Hemos estado años jugando
con las aflicciones por venir.
Riesgo residual, solíamos decir,
filtraciones, les llamábamos, máximo riesgo calculable.
¡Jesús! decíamos. ¡Qué tiempos aquellos!

Entonces se intercambiaban dos agujas
por una pequeña pastilla de jabón.
Un gato huesudo olfateaba
una grieta en la pared
Se cambiaban los ventajes.

Uno de los desertores
tenía las glándulas inflamadas
y le quedaba un tenue resplandor blancuzco
en los ojos, tras sus gruesas gafas,
como si se hubiera ahogado.

Todo lo que hicimos estaba mal hecho.
De ahí que todo lo que pensáramos
estuviese mal. ¡Yo estaba allí!
¡no trates de consolarme, nunca!
Puedo dar testimonio. Mira,
aquí están mis cicatrices, por si lo dudas.
Las cicatrices son mis pruebas.
Y nos mostró el brazo,
mordido por dientes desconocidos.

Frente a la puerta
se había formado un charco grande,
y todo el que entraba
dejaba una huella.

Después de todo, habría sido mejor
luchar. Sí, pero ¿cuándo?
¿y cómo? ¿Qué quieres decir con
oportunamente? ¿Hubo algún momento
oportuno? No tuvimos alternativa.
Ahora somos pobres, y existe la calma.

Se habían gritado uno a otro.
Se habían mirado. Uno,
que tenía un turbante, se alejó de nosotros,
encogiendo los hombros. El fogonero,
con su voz cautelosa, pronunció la última palabra.

Comenzó a nevar fuerte afuera.
El viejo piso de mosaicos
se había rajado hacía tiempo.
Alrededor de nuestros zapatos
comenzaron a formarse lodazales.
Un anciano vistiendo un abrigo de marta
comenzó a orar tiernamente.

Una libra de trufas Périgord,
enjuagadas en agua fría, cepilladas,
peladas con sumo cuidado,
cortadas en rebanadas más finas
que la hoja de un cuchillo,
bañadas en mantequilla clara
y pasadas por el fuego,
para servirlas con una pizca
de pechuga de faisán...
no puedo recordar la salsa que lleva.

No le hicimos caso, dejamos que hablara.
Alguien finalmente dijo: Esta bien.
Comencemos.

Nadie se movió.
Un sonido, de la estufa tal vez,
un chillido, el zumbido de algo hirviendo,
atravesó la oscura estancia.

H. MAGNUS ENZENSBERGER
(Alemania-1929)
De "El hundimiento del Titanic"


Madrid 19-8-03

  CANTO XXXII

Más tarde, cuando el inmenso cuarto
se oscureció del todo,
nadie quedó
excepto el muerto y una desconocida.

Amiga y enemiga
se confundieron en otra persona.

Y la desconocida, escuchando su aliento apacible,
se inclinó sobre él entre las sombras
y, cerrando su boca con un beso,
se lo llevó muy lejos con su única boca.

H. MAGNUS ENZENSBERGER
(Alemania-1929)
De "El hundimiento del Titanic"


Madrid 20-8-03

  CANTO XIV

No es como una matanza, ni como una bomba;
no hay sangre, nadie es mutilado;
es simplemente una inundación, un aumento gradual
por doquier. La humedad se filtra.
Se forman diminutas perlas, regueros.
Lo que ocurre es que se te humedecen las suelas,
los puños de las camisas se te empapan, el cuello se torna
pegajoso en la nuca, se te empañan las gafas;
las cajas fuertes exudan, y se han manchado
las rosetas de yeso en el techo. Lo que ocurre es

que todo huele a su olor sin olor,
que gotea, se derrama, chorrea, se vierte;
no alternativamente, sino todo a la vez,
ciegamente, coincidentemente, promiscuamente,
humedeciendo el bizcocho, el sombrero de paño, los calzoncillos,
lamiendo sudorosamente las llantas de las sillas de rueda,
estancando el salobre en los urinarios, filtrándose
hacia los hornos; y ahí está otra vez,
horizontal, húmeda, oscura, callada, inmóvil, simplemente
elevándose, lentamente, lentamente levantando pequeños objetos,
objetos de valor, botellas llenas de líquidos nauseabundos,
llevándoselas descuidadamente hasta que se vacían,
cosas de goma, cosas rotas y muertas; y esto continúa

hasta que tú mismo lo sientes en el esternón,
obstruyendo urgentemente, salobremente, pacientemente,
algo frío y pacífico que te sube, llegándote primero
a las rodillas, luego a las caderas, a los pezones,
a las clavículas; hasta que te toca el cuello, hasta que lo bebes,

hasta que sientes el agua sedienta
buscándote la entraña, la tráquea, el útero,
la boca; y sabes entonces lo que se propone: se propone
llenarlo todo, tragar y que la traguen.

H. MAGNUS ENZENSBERGER
(Alemania-1929)
De "El hundimiento del Titanic"


Madrid 21-8-03

CANTO XXIX
LA HUIDA A EGIPTO. ESCUELA FLAMENCA, 1521

Veo al niño que juega entre el maíz
y no ve al oso.
El oso abraza o asalta a un campesino.
Ve al campesino,
pero no el cuchillo
que tiene clavado en la espalda,
es decir, en la espalda del oso.

Allá en la montaña están los restos
de un hombre sometido a la rueda;
pero el trovador que pasa
no los ve.
En cuanto a las dos legiones
que avanzan una sobre otra
en la alumbrada pradera
-me ciega el brillo de sus lanzas-,
ninguna ve al gavilán dando vueltas sobre sus cabezas,
observándolos con ojo frío.

Distingo en primer plano los hilos de moho
que cuelgan de la viga del techo,
y en la distancia
percibo al mensajero galopando.
Debe de haber surgido de una cañada.
Nunca llegaré a saber
cómo es esta cañada por dentro;
pero la imagino húmeda,
muy húmeda, y llena de sombras.

En el centro del cuadro, me ignoran
los cisnes en el lago.
Veo el templo al borde del abismo,
el negro elefante
(¡qué extraño es ver un elefante negro en campo abierto!)
y las estatuas, que observan desde sus ojos blancos
al cazador en el bosque,
al barquero y la conflagración.
¡Cuánto silencio hay en todo esto!

A lo lejos, en las encumbradas torres
de raros alféizares,
veo parpadear a las lechuzas. Oh, sí,
puedo ver bien todas estas cosas,
pero ¿cómo distingo lo importante
de lo que no lo es? ¿Cómo puedo adivinarlo?
Aquí todo parece evidente,
igualmente claro, necesario
e impenetrable.

Desde mi profundidad, perdido en mis propias
     inquietudes,
al igual que esas lejanas ciudades allá,
y como esas otras ciudades, más azules aún
y más distantes, que se disuelven
entre otras visiones,
otras nubes, legiones y monstruos,
continúo viviendo. Me marcho.
Todo esto lo he visto, pero no puedo ver
el puñal clavado en mi espalda.

H. MAGNUS ENZENSBERGER
(Alemania-1929)
De "El hundimiento del Titanic"


Madrid 22-8-03

  CANTO XXXIII

Calado hasta los huesos, diviso gentes con baúles chorreantes.
Los veo, de pie sobre un plano inclinado, recostados al viento.
Bajo una lluvia oblicua, borrosos, al borde del abismo.
No, no es un sexto sentido. Es el tiempo,
el mal tiempo el que los empalidece. Les advierto,
señoras y señores, andáis por mal camino, estáis al
borde del abismo.
Pero sólo me otorgan una débil sonrisa y responden altivos:
Gracias, lo sabemos.

Me pregunto si se trata de unas cuantas docenas de personas,
¿o está allí todo el género humano, sobre un barco
decrépito, digno de la chatarra, dedicado tan sólo
a una causa, el naufragio?
Lo ignoro. Yo chorreo y escucho. Es difícil
decir quiénes son estas gentes asidas a un baúl,
a un talismán de color puerro, a un dinosaurio, a una corona de laurel.
Les oigo reír y les grito palabras incomprensibles.
Aquel desconocido con la cabeza envuelta en periódicos mojados
supongo que sea K., un viajante vendedor de galletas;
de aquel barbudo no tengo la más ligera idea; el hombre del
pincel se llama Salomón P., la dama que estornuda sin
     cesar es de seguro Marylin Monroe;
pero el hombre de blanco, el que sostiene un manuscrito
envuelto en una tela negra, encerada, seguramente es Dante.
Esas gentes rebosan esperanzas, están llenas de una energía criminal.
Bajo la lluvia a cántaros, se ponen a pasear sus dinosaurios,
abren y cierran sus maletas mientras cantan a coro:
”El trece de mayo el mundo se hundirá,
todo acabará, todo acabará.”
Es difícil decir quién se ríe, quién me observa, quién no,
en esta niebla, a no sé qué distancia del abismo.

Los veo hundirse poco a poco y les grito:
Veo cómo os hundís poco a poco.
Y no hay respuesta. En lejanos barcos, leves y corajudos,
suenan las orquestas. Todo es tan lamentable; no me gusta mirar
cómo mueren empapados en la lluvia y la niebla. Es tan penoso.
Les podría gritar, les grito: “Pero nadie sabe
en qué año acabará el mundo; ¿no es maravilloso?”

¿Pero a dónde fueron los dinosaurios? ¿Y de dónde provienen
aquellas miles y decenas de miles de maletas empapadas,
flotando a la deriva, sobre las aguas?
Nado y gimo.
Todo, como de costumbre, gimo, todo bajo control,
todo sigue su curso, todos, sin duda, se habrán ahogado
en la lluvia sesgada, es una pena, ¿y qué? ¿por qué gemir?
Lo raro, lo difícil de explicar, es: ¿por qué sollozo
y sigo nadando?

  H. MAGNUS ENZENSBERGER
(Alemania-1929)
De "El hundimiento del Titanic"


Madrid 25-8-03   

 

PAISAJE DE LA MULTITUD
QUE VOMITA

(ANOCHECER DE CONEY ISLAND)

 

La mujer gorda venía delante

arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas el cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.

Son los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena;
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.
 
Llegaban los rumores de la selva del vómito
con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,
con árboles fermentados y camareros incansables
que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.
Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.
No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,
ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.
Son los muertos que arañan con sus manos de tierra
las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.
 
La mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus tambores
entre algunas niñas de sangre
que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,
esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol
y despide barcos increíbles
por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,
yo, poeta sin brazos, perdido
entre la multitud que vomita,
sin caballo efusivo que corte
los espesos musgos de mis sienes.
 
Pero la mujer gorda seguía delante
y la gente buscaba las farmacias
donde el amargo trópico se fija.
Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes
la ciudad entera se golpeó en las barandillas del embarcadero.

FEDERICO GARCÍA LORCA
(España-1898)
De "Poeta en Nueva York"


Madrid, 26-8-03

  PAISAJE DE LA MULTITUD
QUE ORINA

(NOCTURNO DE BATTERY PLACE)

Se quedaron solos:
aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas.
Se quedaron solas:
esperaban la muerte de un niño en el velero japonés.
Se quedaron solos y solas
soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,
con el agudo quitasol que pincha
el sapo recién aplastado,
bajo un silencio con mil orejas
y diminutas bocas de agua
en los desfiladeros que resisten
el ataque violento de la luna.
Lloraba el niño del velero y se quebraban los corazones
angustiados por el testigo y la vigilia de todas las cosas
y porque todavía en el suelo celeste de negras huellas
gritaban nombres oscuros, salivas y radios de níquel.
No importa que el niño calle cuando le clavan el último alfiler,
ni importa la derrota de la brisa en la corola del algodón,

porque hay un mundo de la muerte con marineros definitivos
que se asomarán a los arcos y os helarán por detrás de los árboles.
Es inútil buscar el recodo
donde la noche olvida su viaje
y acechar un silencio que no tenga
trajes rotos y cáscaras y llanto,
porque tan sólo el diminuto banquete de la araña
basta para romper el equilibrio de todo el cielo.
No hay remedio para el gemido del velero japonés,
ni para estas gentes ocultas que tropiezan con las esquinas.
El campo se muerde la cola para unir las raíces en un punto
y el ovillo busca por la grama su ansia de longitud insatisfecha.
¡La luna! Los policías. ¡Las sirenas de los trasatlánticos!
Fachadas de crín, de humo; anémonas, guantes de goma,
Todo está roto por la noche,
abierta de piernas sobre las terrazas.
Todo está roto por los tibios caños
de una terrible fuente silenciosa.
¡Oh gentes! ¡Oh mujercillas! ¡Oh soldados!
Será preciso viajar por los ojos de los idiotas
campos libres donde silban mansas cobras deslumbradas,
paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas,
para que venga la luz desmedida
que temen los ricos detrás de sus lupas,
el olor de un solo cuerpo con la doble vertiente de lis y rata
y para que se quemen estas gentes que pueden orinar alrededor de un gemido
o en los cristales donde se comprenden las olas nunca repetidas.

  FEDERICO GARCÍA LORCA
(España-1898)
De "Poeta en Nueva York" 


Madrid, 27-8-03

CIUDAD SIN SUEÑO
(NOCTURNO DEL BROOKLIN BRIDGE)

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.
 
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.
 
No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño:
carne vida. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes

y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.
Un día
los caballos vivirán en las tabernas
y las hormigas furiosas
atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.
 
Otro día
veremos la resurrección de las mariposas disecadas
y aun andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
 
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,
a aquel muchacho que llora porque no sabe la invención del puente
o a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,
hay que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,
donde espera la dentadura del oso,
donde espera la mano momificada del niño
y la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.
 
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Pero si alguien cierra los ojos, ¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!
Haya un panorama de ojos abiertos
y amargas llagas encendidas.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya lo he dicho.
No duerme nadie.
Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid los escotillones para que vea bajo la luna
las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.

FEDERICO GARCÍA LORCA
(España-1898)
De "Poeta en Nueva York"


Madrid, 28-8-03

  NAVIDAD EN EL HUDSON

¡ESA esponja gris!
Ese marinero recién degollado.
Ese río grande.
Esa brisa de límites oscuros.
Ese filo, amor, ese filo.
Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo con el mundo
de aristas que ven todos los ojos,
con el mundo que no se puede recorrer sin caballos.
Estaban uno, cien, mil marineros
luchando con el mundo de las agudas velocidades,
sin enterarse de que el mundo estaba solo por el cielo.
 

El mundo solo por el cielo solo.
Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.
Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.
El mundo solo por el cielo solo
y el aire a la salida de todas las aldeas.
 
Cantaba la lombriz el terror de la rueda
y el marinero degollado
cantaba el oso de agua que lo había de estrechar
y todos cantaban aleluya,
aleluya. Cielo desierto.
Es lo mismo, ¡lo mismo!, aleluya.
He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales
dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,
ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas.
Y estoy con las manos vacías en el rumor de la desembocadura.
No importa que cada minuto
un niño de nueve años agite sus ramitos de venas,
ni que el parto de la víbora, desatado bajo las ramas,
calme la sed de sangre de los que miran el desnudo.
Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura.
Alba no. Fábula inerte.
Sólo esto: Desembocadura.
¡Oh esponja mía gris!
¡Oh cuello mío recién degollado!
¡Oh río grande mío!
¡Oh brisa mía de límites que no son míos!
¡Oh filo de mi amor, oh hiriente filo!

  FEDERICO GARCÍA LORCA
(España-1898)
De "Poeta en Nueva York"


Madrid, 29-8-03

 

El REY DE HARLEM

 

CON una cuchara de palo
le arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara de palo.

Fuego de siempre dormía en los pedernales
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las aldeas.

Aquel viejo cubierto de setas
iba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua podrida.

Las rosas huían por los filos 
de las últimas curvas del aire 
y en los montones de azafrán

los niños machacaban pequeñas ardillas
con un rubor de frenesí manchado.

Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rumor negro
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.

Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente,
a todos los amigos de la manzana y la arena;
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre
para que los cocodrilos duerman en largas filas,
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.
i Ay Harlem! i Ay Harlem! ¡Ay Harlem!
No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro de tu eclipse oscuro
a tu violencia granate, sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero en un traje de conserje.

Tenía la noche una hendidura y quietas salamandras de marfil. Las muchachas americanas

llevaban niños y monedas en el vientre
y los muchachos se desmayaban en la cruz del desperezo.

Ellos son.
Ellos son los que beben el whisky de plata junto a los volcanes y tragan pedacitos de corazón por las heladas montañas del oso.

Aquella noche el rey de Harlem, con una durísima cuchara,
le arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una durísima cuchara.

Los negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro;
los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco, y el viento empañaba espejos
y quebraba las venas de los bailarines.

iNegros! iNegros! iNegros! iNegros!
La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles, Vivaen1a espina del puñIll y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna "de cáncer.

Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas rueden por las playas, con los objetos abandonados.

Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos. Sangre que oxida al alisio descuidado en una huella
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.

Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas, ante el insomnio de los lavabos y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.

iHay que huir!
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos, porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.

Es por el silencio sapientísimo
cuando los cocineros y los camareros y los que limpian
      con la lengua
las heridas de los millonarios

buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.

Un viento sur de madera oblicuo en el negro fango
escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros. Un viento sur que lleva
colmillos, girasoles, alfabetos,
y una pila de Volta con avispas ahogadas.

El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo.
El amor, por un solo rostro invisible a flor de piedra. Médulas y corolas componían sobre las nubes
un desierto de tallos, sin una sola rosa.

A la izquierda, a la derecha, por el Sur y por el Norte,
se levanta el muro impasible
para el topo y la aguja del agua.
No busquéis, negros, su grieta
para hallar la máscara infinita.
Buscad el gran sol del centro
hechos una piña zumbadora.

El sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar una ninfa.
El sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño,
el tatuado sol que baja por el río
y muge seguido de caimanes.

iNegros! jNegros! iNegros! ¡Negros!
Jamás sierpe, ni cebra, ni mula,
palidecieron al morir.
El leñador no sabe cuándo expiran
los clamorosos árboles que corta.
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas.

Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin sin duda, mientras. las flores erizadas asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.

¡Ay Harlem disfrazada!
¡Ay Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor.
Me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.

 

FEDERICO GARCÍA LORCA
(España-1898)
De "Poeta en Nueva York"


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